Eran quizás las siete y cinco de la noche. Lo sé porque me entró un viento increíble en la conciencia cuando me di cuenta de que ya el reloj pasaba de las siete pero que igual no pasaba de las siete y quince.
Era jueves y, muy al contrario de las expectativas de mi madre, me quedé en San Juan. Las primeras lluvias del huracán comenzarían en la mañana del viernes, pero ya el ambiente denotaba el presagio. De cierta forma, quise poder notar a la lluvia desde mi minúsculo apartamento y muy a propósito ayudarme a mí misma a notar de una forma nueva mi adultez. Aunque es bien sabido que es mejor estar acompañada en momentos raros o difíciles —como el que pronosticaba el noticiario de las cinco con respecto al huracán— yo simplemente me quedé.
Una de las razones por las que quería quedarme era el hecho de que una autora reconocida iba a estar presentando su libro en la librería de la vieja ciudad. Cuando vivía yo en Nueva York fantaseaba con momentos así: poder ser parte de una comunidad en la que pudiese sentirme parte de algo, de un algo más grande que yo, sí, pero lo suficientemente pequeño como para que ese “ser parte” fuera mutuo y no un mero resultado de factores del tiempo y el espacio. En fin, cosas mías.
A las siete y cinco estaba a medio vestir; la ciudad estaba llena de brisa y vestida de un silencio peculiar y una oscuridad espléndida. Luego de vestirme, me cambié los aretes dos veces. Los primeros eran muy pretenciosos. Los segundos casi no se notaban, demasiado silenciosos para mi gusto. ¿Cómo se supone que se vista una para cumplir un pequeño sueño?
Después de un análisis básico en el espejo, decidí volver a los primeros aretes. ¿Pretenciosos según quién Yésica? ¿No que esta es la vida que quieres? Ya a este punto eran más de las siete y diez. Acá fue cuando me convencí: "Voy a esperar a las siete y cuarto y así cuando llegue a la librería ya va a estar en pleno curso el evento, y sólo me posaré por allí, para ver cómo es". Recordé que era noche de poetas con micrófono abierto en la tienda del Instituto de Cultura. Me dije: “Voy primero a la presentación y luego me paso por allí a ver si aún está pasando la noche de poetas. ¿Cuándo me atreveré a leer en voz alta alguno de mis escritos?"
Tic toc
Tic toc
Tic toc
Llegué justo frente a la librería a eso de las siete y veinti y pico, casi las y media. Al mirar por el cristal me encontré con la enorme sorpresa de que allí estaba la autora. Firmando libros sobre el counter donde está localizada la caja registradora. Había un puñado de gente.
No entré.
…
Han pasado varios días desde ese momento en el que mi pensamiento fue más grande que mi vida.
Recuerdo que, al reflexionar sobre esa noche, le hablé a una persona querida sobre el suceso. Él me dijo algo que, sin saberlo él, cambiaría para siempre la forma en que me acerco a las cosas, a las personas, ¿a la vida acaso? De forma confiada, sutil, y cálida me regaló palabras en la línea de: “Le tenemos miedo a lo íntimo. Debiste haber entrado y no te lo digo como crítica. Piénsalo. Por ejemplo, ¿cuántas personas quizás sintieron lo mismo que tú y terminaron por no inscribirse en tu taller? ¿Por qué tenerle miedo a lo íntimo, a ser vistos?” Días después, no recuerdo el por qué, la conversación siguió su curso. Él, siendo un artista, me reveló: “Tú no tienes idea de cuántas veces he tocado música en lugares donde no hay nadie. Donde sólo estoy yo. Por eso es que me disfruto tanto, y con menos nervios, cuando estoy en una presentación donde hay gente. Es parte del proceso. Hacerlo porque uno quiere. Y ya.”
Entonces, aquí estoy.
Escribiéndolo porque quiero escribirlo.
Y ya.
Con amor y curiosidad,
Yo
2 de octubre de 2022