No es lo mismo ir tarde en el tren parada que ir tarde en el tren sentada. Hay cierta liviandad, un cuasi honor al que se accede en ese acto de encontrar un espacio donde sentarse en el tren.
Sí. Ir en el tren y tener asiento se siente, en realidad, como ganar una medalla al principio y final del maratón del cada día que es la vida. Lo sé. Un tanto existencial... Nadie nos avisó de este maratón, nadie se inscribió. Y ahí vamos. Algunos días tarde, otros temprano, otros con café y otros sin café.
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Estoy sentada en un banco de madera en un parquecito callado y sutil del Bajo Manhattan y, mientras escribo y pienso en la escena cansona del tren mañanero, llega una pareja china con un pequeño perro vestido de anaranjado. Llegan también con una bocina inalámbrica que ponen a todo volumen. Ustedes saben, el universo conspira de ciertas formas absurdas cuando de darnos una bofetada en la cara se trata.
Hace cinco minutos atrás intentaba escribir sobre mi cansancio, sobre la medalla simbólica de honor y me disponía a desdoblarme (y hablar del karma). Y, ¡púm! Ahora, sin aviso y a mis espaldas, hay una pareja china, o sea la misma, haciendo ejercicios de calentamiento corporal, en realidad, casi un baile, una danza al insolente, oh, perdón, al invisible Sol de Nueva York.
A veces, de hecho, me da con pensar que Nueva York está en otro planeta. Es demasiado invisible este Sol… Mientras desvarío entre la insolencia e invisibilidad de este Sol, la pareja china baila, pa’ completal; la canción que se escucha asemeja a una de celebración de fin de año: “Ven canta, sueña cantando, sigue soñando un nuevo Sol”. Canción que, de hecho, ahora, un día después busco online mientras transcribo el escrito a Word desde mi libreta. Canción que se titula, por supuesto, Himno a la Alegría. Uff. Ughh.
Y todos miran. Esto es lo más que me asombra y me hace detenerme. A mis espaldas, están los chinos bailando, frente a mí, la gente apurada camina por la acera y estimo que al menos un 75% de ellos se voltean a mirar a esta pareja tan particular bailando y saludando el Sol.
Y lo noto.
Noto cómo mi mente se va vaciando y, de pronto, recuerdo un ensayo que leí ayer acerca de esa escena que siempre aparece en las películas de astronautas extraviados en el espacio. Esa sensación de levitar y ver su humanidad, ellos y el universo, literalmente, concretamente. Ellos y sus pensamientos. Las memorias en las que deciden fijarse. Los movimientos suaves de sus cuerpos mientras gravitan en la nada.
Me fijo entonces en mi tarea mañanera. La que me fijé desde ayer: Levantarme temprano. Tomar el tren una hora antes de lo acostumbrado. Sacar algunas fotos de Nueva York amaneciendo. Y escribir. Mi pequeño acto de rebeldía, mi pequeña y privada revolución.
Respiro. Respiro. Noto mi cuerpo. Saco un librito pequeño que me regaló mamá. Está lleno de devocionales, historias cortitas con contenido espiritual. El del día de hoy habla precisamente de las oportunidades a las que no tenemos acceso, esas historias, esos deseos que sentimos necesitar pero que por equis o ye razón terminan por no ocurrir. Habla, pues, la corta historia, sobre esa experiencia tan universal de aceptar un “no”.
Y por ahí viene, la siento, la fuerte cachetada por segunda vez en esta fría mañana de la vida.
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Son buenos los “no”.
Bailemos, mientras.
Bailemos, en lo que llega un rotundo y resplandeciente sí.
—Yésica Isabel
Escrito en la Calle Madison, Lower East Side, Nueva York