No sé qué es un tonic water + bitter. Sólo sé que cuesta cinco dólares en Café Caleta. Y que me lo compro porque quiero rentar la mesa de esquina y porque quiero pasar por la vergüenza de preguntar qué es. Que el cocinero-mesero me mire a los ojos y sepa—sin dudas—que no sé y yo, en respuesta, también ver en sus ojos que tampoco sabe. Lo sé. Sé que no sabe porque me lo confiesa. ¡Qué bueno saberlo! ¿No crees? Que haya personas honestas que, cuando se ven desprovistas de respuestas, simplemente preguntan, con amor y con la certeza de que lograrán algo hermoso: aprender con tu propia pregunta, esa que se ha convertido en eco, -co, -o y respuesta, -puesta, -esta.
—Gabriela, preguntan que qué es el bitter —le escucho decir tranquilo y sin pretensiones.
—Es un sabor amargo —responde ella.
Es cosa de recibir la respuesta y encontrar la propia. Incluso desde antes de que llegue el cocinero-mesero de vuelta a mi mesa con la respuesta.
—Mejor dame un grapejuice soda —le digo confiada.
—Bien —dice atento.
Entonces:
Sacar la libreta amarilla de apuntes que me compré muy a propósito de este domingo que busca eso, -so, -o... un eco que me mire a la cara y me diga:
—Yésica, no hay grapejuice soda. Lo que hay de jugo es sandía.
Así de sencillas son las concesiones que necesito. Sencillas. Sí. Como las tardes. Resplandecientes. Sobre todo. Completamente. Quizás llenas de sandía desde hoy en adelante.
Y es que, a veces, la vida te da lo que necesitas. En total $7 para sentarte en un café un domingo al mes. Para mimar al sueño.
¿Para qué mimar al sueño?
Para mirarlo, admirarlo,
concertarlo.
Para escribirlo,
crecerlo
de nubes, hojas y boleroglam.
Para
escucharlo, al fin.
Tocarlo y, con ello, invitarlo
suave y sereno
justo y piadoso
a la mesa del caucus.
.
.
.
Interrumpo al sueño, con todo y el reconocimiento de que Natalia Lafourcade ha llegado al café en forma de canción.
Se hace presente el hábito animal ataviado de un septiembre tardío.
Entro a mi correo electrónico. De entre el mar de más de 30,000 apuestas sin leer, me recibe la idea de una navidad en Nueva York.
Pero Natalia insiste y vuelvo al sueño. Esta vez con El lugar correcto.
No puedo evitarlo. Me permito pensarlo: La ciudad tiene su lenguaje y yo nací concha marina para escucharlo y ecolearlo.
El lugar correcto. ¿Cuáles serán sus paredes predilectas? ¿Helechos? ¿Amapolas acaso? ¿Luces? ¿Sombras? ¿Enciclopedias o cantos?
¿Cuál será El lugar correcto?
¿Será un lugar del que se querrá escribir siempre? O, por el contrario, ¿será un lugar del que no será necesario escribir por aquello de pertenecerlo? ¿Será que no tiene palabras o del tipo de lugares que permite la vida de un léxico-único?
No sé. Repito. No sé.
Lo que sí sé es que el tonic water + bitter cuesta cinco dólares en Café Caleta.
Lo que sí sé es que me cobija la verdad y el olor a cappuccino que camina a la mesa de al lado y la ortografía terrible que sólo surge cuando vivo de veras, infiltrada en todo, como el azúcar. Sí, cuando vivo de veras y como tomate con las manos y escribo árboles con la palabra.
Con amor,
desde el Café Caleta,
Yésica Isabel Nieves