Su nombre no es el mío

Su beso aterrizó en mi espalda como un zumbido, casi imperceptible, sonoro pero casi callado, a media voz.  Lo sentí posarse, como un viento, cerca del lunar que heredé de mi abuela, sobre el hueco que se forma en mi espalda siempre que echo los hombros hacia atrás.  Su beso. Sí.  Fue lo único que sentí ese día, y eso es mucho decir.  En la mañana me había dado con mudar el escritorio a la otra esquina de la sala, por aquello de no tener el espacio muy habitado. En mi esfuerzo, y en mi grito maldiciendo a un mundo que está creado para parejas y no personas solas, mientras acomodaba la geografía de la sala, se me enredó el pie en la esquina justa de la silla del comedor, donde duele, donde una recuerda su mortalidad.  Recuerdo que grité soeces y me cuestioné el propósito de la vida.  Así que sí.  Suave y transeúnte, su beso, como gota de nieve con alas, pudo más que cualquier cosa.

Su beso aterrizó en mi espalda.  Íbamos saliendo tranquilos del restaurante de siempre, el que queda en la Audubon Avenue.  Camaradas.  Uno al lado del otro, civiles, sin mucho revuelo.  Pero al notar que el autobús se iba acercando a mi parada, aceleré mi paso, cambiando así la cinética del momento.  Terminé, sin pensarlo, y sin dobles intenciones, adelantando la despedida, dándole la espalda a Rigoberto.  Mi espalda, sí, ¿para qué negarlo? Iba descubierta hasta la cintura.  Y es que en la tarde, mientras decidía qué ponerme, seleccioné el vestido que le encantaba, el de las primeras citas, de manguitos del grosor de un hilo.  

Su beso aterrizó.

—¿Pero qué haces, Rigo?  ¡No acabas de escuchar ni la mitad de las cosas que te acabo de decir! Que no podemos vernos, que estás saliendo con alguien  Por más que digas que sólo estés conociéndola a ella, lo esencial es que ya la conoces; no tenemos veinte años, Rigo. Al menos ya no. Yo no. Conoces su nombre, su apellido, su teléfono, cómo besa, conoces su olor, su itinerario de esta semana.  ¿Qué más tienes que conocer para decir que la conoces? Tiene nombre, ¿o no? Yo, pendeja, no soy. Su nombre no es el mío.

—Espera —musitó en respuesta mientras daba un paso atrás.

—¿Esperar a qué o quién? A ver, ilústrame.  Soy toda ojos y sistema auditivo y de memorias.  Quiero que se quede grabado todo.  Andá —le dijé alzando la voz, imitando con cierta burla su acento del sur— ilustráme, por favor.

—Tenés razón, pero, ¿por qué tenés que correr? No es la primera vez que te beso.  No tiene por qué significar más.

𓇼𓇼𓇼𓇼𓇼𓇼𓇼𓇼


Y. Isabel